Regresaron muy tarde a la ciudad.
Caminaban despacio. Los estandartes rotos y costrosos de sangre. Cubiertos de barro los guerreros hasta más arriba de las rodillas. Enrojecidas las manos y los ojos. La columna se arrastraba a lo largo de más de cuatro kilómetros. Las ruedas de los carros chirriaban en la oscuridad y los cuervos graznaban, posándose en las lanzas. Pero lo más impresionante era el acompasado ruido de los pies.
Cuando los avistaron se izaron banderas en los mástiles y el pueblo salió al campo, a recibir entre vítores a las gentes de guerra. Brillaban por millares las antorchas. Encontraron las calles alfombradas de flores y torrentes de vino aplacaron la sed de las mesnadas.
En la Plaza de Armas, el Consejo aguardaba, deseosos sus miembros de ser los primeros en abrazar al héroe del día. Al imbatido general, conspicuo héroe.
Hizo éste por fin su aparición, rodeado por sus capitanes. Descendió del caballo y recibió los plácemes con expresión ausente.
No se atrevió a decirles que había perdido la batalla. Le horrorizaba causar semejante decepción.
Pronto llegaría la mañana y entonces, cuando el ejército enemigo se presentara ante las puertas, ya se le ocurriría alguna explicación con la que contentar a sus conciudadanos.
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