Voces de muerte (Sorry, Wrong Number, Anatole Litvak, 1948) está en la historia del cine como un noircon sombras, suspense y muerte. Pero su estructura y su planteamiento son tan geniales que es mucho más que eso.
Es muy conocido el hecho de que Voces de muerte (Sorry, Wrong Number, Anatole Litvak, 1948) viene de un serial radiofónico escrito por Lucille Fletcher, quien lo guionizó para convertirlo en película. Puesto que el material cinematográfico es tan potente, la verdad es que resulta difícil pensar en cómo sería el éxito de la radio y lo “soso” que podría resultar sin las sombras, sin las miradas y sin la claustrofobia in crescendo de la protagonista.
Leona está prostrada en la cama, aparentemente inválida, y trata de localizar a su marido por teléfono, pues ya tendría que haber llegado del trabajo. A través de diferentes llamadas, y en tiempo real, vamos descubriendo a Leona, al marido, su relación y, sobre todo, la amenaza que se plantea en el primer minuto. Las líneas se cruzan y Leona escucha que dos hombres van a asesinar a alguien a una hora determinada… pero no sabe ni a quién ni dónde.
Barbara Stanwyck recibió su cuarta y última nominación al Óscar por Voces de muerte (tuvieron que darle uno honorífico en los ochenta, cosas de los premios) y está soberbia en un papel que Agnes Moorehead había hecho en la radio. Stanwyck comienza siendo una preocupada y desvalida ama de casa que busca desesperada a su marido y trata de resolver a distancia esa amenaza mortal que ha escuchado: casi como un canario enjaulado. Sin embargo, a medida que avanza la película (que se rodó en orden cronológico), vamos descubriendo que Leona es una mimada hija de papá que “robó” el novio a una amiga; que la enfermedad que la postra es más psicosomática que física y aparece cuando alguien le dice “no”; y que esa amenaza telefónica… se cierne sobre ella: Stanwyck siempre fue más halcón que canario. Una de las virtudes de la historia es que los espectadores vamos desvelando los misterios a la vez que Leona, por lo que la identificación es total y el suspense aumenta minuto a minuto.
El marido desaparecido, Henry Stevenson, no es otro que Burt Lancaster, solo seis años más joven que Stanwyck, pero cuya vitalidad y físico le convierten en poco menos que un objeto sexual para la caprichosa Leona, quien no duda en “comprarlo” con el dinero de la farmacéutica de su padre. Henry accede pero, pasado el furor sexual, empezará a sentirse incómodo en su posición de simple acompañante y preferirá emprender sus propios negocios… aunque sean al margen de la ley.
Toda esta historia se nos cuenta en forma de flashbacks que introducen los interlocutores con los que Leona contacta a través del teléfono. Esta forma narrativa había triunfado ya en esa década con Ciudadano Kane o con Forajidos, por lo que la ambientación noir estaba plenamente asentada en el espectador. En este caso, se incluye hasta un flashback dentro de otro, rizando más el rizo, y la particularidad de que Leona no sale de su piso porque a duras penas se levanta de la cama. No hace falta decir que esa claustrofobia en sombras de la protagonista es otro recurso de Anatole Litvak para incomodar al espectador (espectador que, tal vez, como Leona, también se va despeinando y desarreglando en la butaca…).
Litvak, emigrante de Kiev en el Hollywood clásico, aporta planos de lo más sugerentes y elegantes. En la casa paterna de Leona vemos siempre, pero sin subrayados, ese retrato gigante de ella de niña que nos cuenta que sigue siendo una niña… grande. Desde la cama de Leona, la cámara se desliza para mostrar su invalidez, de nuevo sin diálogos y sin añadir nada que sobre. O bien, ese plano del padre (soberbio, cínico y sobreprotector Ed Begley) que coge el teléfono en otra ciudad diciendo a su hija cuánto la echa de menos, mientras manda callar a la mujer que sale de la fiesta de la habitación de al lado.
El reparto añade a Waldo Evans (Harold Vermilyea), como coconspirador con Stevenson en su trama de tráfico de narcóticos. Y es que la mafia se meterá en el asunto y, una vez más, aunque su presencia es casi anecdótica, todos nos fijamos en William Conrad como Morano, rotundo gánster que no está para bromas con aficionados como el advenedizo Stevenson.
Si decíamos que el comienzo es inmejorable y enciende todas las luces en el espectador, va a haber un crimen y solo lo sabe una mujer en su cama, el final no es menos demoledor. Lo más difícil de una película, que es el tercer acto y su final, en Voces de muerteresulta ser lo mejor. La carga emocional y tensional del argumento hace que nos demos cuenta de que el anunciado crimen era el de Leona, quien finalmente podrá hablar con su marido, pero este, en una memorable conversación, apenas tendrá tiempo de decirle que trate de gritar por la ventana porque solo le quedan tres minutos de vida. Por algo a Hitchcock le encantó esta película. El título original, por cierto, “Lo siento, número equivocado”, son las demoledoras últimas palabras de la película.
El fatalismo y la oscuridad del noir en todo su esplendor, pero no olvidemos el memorable momento cómico. Evans le dice a Leona que, si quiere saber de su marido, que llame a cierto número. Ella llama y pregunta por él: “No, no está en los archivos” “Pero, ¿llegará pronto?” “No lo puedo saber” “¿Puedo dejarle un recado?” “Aquí no se dejan recados” “Pero, ¿a dónde estoy llamando?” “Este es el depósito de cadáveres”.
Tiempos de teléfono con cable, operadoras, cruces de líneas y telegramas leídos por el aparato. Tiempos de suspense telefónico, todo un subgénero propio en la historia del cine.
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