por Diego Jaimes*
Hace rato tengo ganas de contar una historia que tiene a la radio como protagonista. Una mañana de invierno, tempranito -8AM-, hace un mes atrás, me encontré escuchando una emisora que cuenta con filiales en distintos puntos del país -no diré qué radio, por ahora: sólo sepan que no es “comunitaria”. Allí, el conductor de la cabecera -con sede en la Ciudad de Buenos Aires- estaba cómodamente sentado charlando con su par de Alto Río Senguer, una localidad de la provincia de Chubut, en la cordillera patagónica.
Eran tantos los kilómetros que los separaban en términos geográficos como la distancia social y cultural que se vio manifestada en la charla. Sus códigos y lógicas comunicacionales, como veremos, estaban totalmente fuera de algo que podemos denominar lo común (base etimológica de dos palabras clave: comunicación y comunitaria).
Cuando el de Buenos Aires preguntaba “¿qué ves por la ventana de la radio?”, el chubutense contestaba “nada, no se ve nada, porque a esta hora hay mucha neblina por acá (…) a lo lejos veo a los chicos yendo a la escuela, a la gente yendo a sus trabajos”. A lo que el periodista, desde el microcentro -intentando hilvanar cada respuesta con la pregunta siguiente- consultaba con amabilidad: “ah, ¿trabajadores de qué industrias?”, el cordillerano respondía “no, industrias no hay ninguna, son todos trabajadores estatales, o trabajan en la chacra”. El hilo se seguía enredando -, pero el hombre cabecera la remaba y preguntaba “¿qué cultivan, soja?” (no es chiste, amigo/a lector/a) el patagónico devolvía “no, acá las familias son crianceras, tienen ovejas” a lo que el primero devolvía con un “claro, ganado ovino”, intentando sumar, sin éxito, algún ladrillo -nunca mejor dicho- del orden de lo conceptual.
La conversación -que tengo grabada, por si esa evidencia alguna vez fuera necesaria en algún taller de radio, bloque de comedia o juicio popular- ya a esa altura era una catarata de centros al área que eran cabeceados todos al lateral, mientras nosotros, incómodos oyentes, no sabíamos que aún faltaba el remate. Como si hubiera sido tomado de un sketch de un radioteatro grotesco guionado por el gran Pedro Saborido o -el también grande- Diego Capusotto, y para intentar arreglar tamaño bardo retórico, el conductor de Buenos Aires preguntó “¿cómo se llama ese árbol tan hermoso que se ve cuando uno baja del aeropuerto de Neuquén?” a lo cual, casi desmayado de la vergüenza ajena, el amigo del sur debió responder “nuestra emisora queda en Chubut”.
El silencio -ese elemento clave, como se sabe, del lenguaje radiofónico- fue abrumador (si usted que lee no es argentino/a, sepa que estas dos provincias ni siquiera limitan entre sí). Sin saber para dónde disparar, totalmente vencido -por sí mismo-, el malogrado conductor decidió saludar amablemente y con un “mala mía” decidió continuar una mañana radial ya de por sí totalmente fuera de brújula. Para ese momento, en lo personal me dispuse a apagar la emisora y buscar ese registro histórico para guardarlo como archivo (además tenía otras cosas que hacer).
¿Por qué cuento esta anécdota? No sólo porque soy un nacido en Buenos Aires migrado a la Patagonia -en mi caso vivo hace diez años en Viedma, Río Negro-. Sino porque evidencia algunas cosas, que paso a comentar -seguro que a ustedes como lectores/as se les van a ocurrir otras-.
Por un lado, esa necesidad de ir a buscar, desde un federalismo totalmente hipócrita, la experiencia pintoresca del “interior del país”, sin siquiera abrir la ubicación del Google Maps y escribir el nombre de la localidad de referencia. Y sentir que una emisora es “federal” porque cada tanto llama por teléfono a alguna emisora de frontera que le cuente sobre sus comidas, sus costumbres, pero jamás pueda dar cuenta de sus conflictos ni sus penurias.
Evidencia también la falta de sentido de diversidad cultural, social, económica, política: la tremenda ignorancia respecto de las formas de vida asociadas con los ritmos de la naturaleza, del clima, de comunidades cuyos días y noches, veranos e inviernos, transcurren de una forma totalmente distinta a lo que sucede en los grandes conglomerados urbanos.
Y mi nota no pretende sostener una falsa oposición entre la capital y el interior, o entre lo urbano y lo rural: justamente, sabemos que dentro de cada sector, de cada territorio, existen diferencias y desigualdades que esa visión hegemónica tampoco pretende expresar. Basta escuchar a referentes de organizaciones de barrios populares, villas o asentamientos para saber qué distinto que se vive allí respecto de otras zonas de una gran ciudad; como así también comparar lo que se ve y escucha desde la galería del rancho de un pequeño productor rural, respecto de lo que se observa y oye desde la sombra de un árbol de una estancia de la zona núcleo de nuestro país. No pasa por ahí.
Debo decir ahora que la emisora de la cual tomé esta escena es Radio Nacional, cooptada, en tiempos liberales de extrema derecha, por el mismo poder mediático que desprecia tanto lo público como la organización popular. Ese mismo proyecto político que paraliza los fondos de fomento para los medios comunitarios, que ataca periodistas en movilizaciones y agrede permanentemente la libertad de expresión.
Tiempos donde, más que nunca, tenemos que defender a los medios que son propiedad de las organizaciones sociales, comunitarias, porque allí sí que se construye lo común: el cotidiano de las escuelas y sus maestras, el día a día del hospital y sus profesionales y agentes de salud, el transitar de los pibes y las pibas con sus conversas sobre rock, folklore, hip hop -entre mil ejemplos-. Que no solo son contenido de las radios, sino quienes las hacen. Hacen radios que abren la puerta cuando a una vecina se la cerró el municipio, que ponen el micrófono cuando se armó una toma, o que caminan al lado de quienes reclaman que hubo cientos de despidos o se cortó la obra pública. Radios donde suenan esas noticias transformadas en reportes y trascienden el barrio, el pueblo y la ciudad, y viajan a otras provincias a través de una producción que ya tiene veinte años como el Informativo FARCO. Si me preguntan, creo que también desde los medios públicos -y mucho más los locales- se puede construir lo común, pero para eso es necesario un proyecto de país gobernando totalmente diferente al actual. Si me siguen preguntando, también desde algunos privados comerciales -aunque quizás sean una minoría-.
¿Si las radios siguen vigentes? Claro que sí. Porque a pesar de los contratiempos históricos, están a diario siendo un espacio de expresión de los sectores populares. Porque, a la par que incorporan innovaciones en la producción de sus programas, incursionan en el lenguaje audiovisual y generan contenidos en las plataformas digitales, y mantienen las razones de siempre: expresar las voces de la comunidad; incluir las identidades que el modelo hegemónico margina; ser lugares de alegría y fiesta según los códigos de quienes históricamente han sido expulsados del mapa. Tienen el desafío fundamental de construir algo en común, que no sea el pequeño lienzo pintoresco en el borde del mapa que se incluye cada tanto para ponerlo al servicio de un modelo basado en el negocio y el mercado. Eso común que construye -que construimos- desde FARCO hace ya tres décadas, que está hecho de vínculos y relaciones igualitarias, de derechos para todos y todas, de justicia social, de conocimiento libre, de distribución justa de la riqueza y también de la palabra: porque no hay una sin la otra.
(*) Radio Encuentro y ENTV
https://agencia.farco.org.ar/home/la-radio-ese-desafio-cotidiano-de-construir-lo-comun/
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