
Leonardo Páez es el autor de la canción “La tuna quiteña”, típica, sobre todo, en las Fiestas de Quito. Responsable de la trágica emisión de La guerra de los mundos en 1949, fue un artista multifacético que contó una época como pocos.
Transcurría una noche larga, de las que se acostumbraba en el Quito bohemio de mediados del siglo anterior. En la fonda-bar de Avelino Quintana, El Desafío, ubicada en las calles Cuenca e Imbabura, a Leonardo Páez Maldonado, compositor, cantante, escritor y guionista en ciernes, se le ocurrió una treta para seguir consumiendo. Le ofreció al dueño del lugar componerle una canción en honor a su santo, que sería, según él, la mejor de su repertorio.
Páez cumplió y con holgura a cambio de una botella de Mallorca Flores de Barril y unas cuantas cervezas. De su puño y letra nació “La tuna quiteña” o “El santo del Quintana”, tema que retrata una época, en la que el autor menciona a personajes de una ciudad pequeña que apenas sobrepasaba los doscientos mil habitantes y la pasión escondida por una jovencita, Tránsito Román. Desde entonces hasta nuestros días, el pasacalle es parte de las celebraciones de la ciudad.
Páez ya era un personaje dentro de la cultura criolla. Luego de una corta pero exitosa carrera como cantante del dúo Villavicencio Páez, en la que compartió escenario con Luis Villavicencio, se metió de lleno en los llamados radioteatros, en los que llegó a su cumbre y su colapso cuando dirigió La guerra de los mundos, en 1949, en radio Quito.
La llegada del medio de comunicación radiofónico fue tan innovadora como paulatina, a partir de la estación HC1DR, patrocinada por el Gobierno en 1929. Según cuenta Álvaro San Félix en Radiodifusión en la Mitad del Mundo, los aparatos para recibir las ondas hercianas en Quito no pasaban del millar en la década de los treinta.
La historia de Páez con la radiodifusión de la ciudad apenas ha sido difundida, más allá de esfuerzos más bien aislados, sobre todo en el ámbito digital. Resultó decisiva la publicación del libro Los que siembran el viento del propio Páez, en 2016. El esfuerzo de la escritora Gabriela Alemán permitió que se conociera la versión de los trágicos acontecimientos de hace más de setenta años narrados por su protagonista.
En 2020 la plataforma de pódcast radio Ambulante presentó un episodio sobre la emisión del drama radial capitalino.
Un fenómeno de la época
Fue la llegada de radio Quito en 1940 la que acrecentó el fenómeno. Producto de la iniciativa de la familia Mantilla, que era propietaria del diario El Comercio, la estación empezó a calar en las nacientes audiencias. Entonces las transmisiones eran en vivo y con público.
Hizo época en razón de la inversión de la patronal de El Comercio, cuyos integrantes habían conocido la poderosa emergencia de la radio estadounidense en los años treinta. Se adecuó todo un piso en el edificio del rotativo, en las calles Chile y Benalcázar, donde se dispuso de un auditorio para las presentaciones en vivo. Para entonces Páez se había convertido en el director de la compañía de teatro conformada desde el diario para la producción de obras y novelas sonoras, tan en boga por entonces. San Félix recuerda el dinamismo de un artista absolutamente comprometido con su vocación.
“Utilizaba tanto el terror como el humor, pero jamás escribió sobre el amor porque le parecía que regresaba al siglo pasado. Extraordinario mecanógrafo, podía escribir un libreto en cuarenta minutos mientras conversaba, organizaba el trabajo y contestaba el teléfono; algunos actores recuerdan haber comenzado el programa sin el texto completo, mientras les iba pasando las páginas que salían de su máquina. De muy joven fue amanuense de una comisaría, donde, cuando no había trabajo, un estricto funcionario lo obligaba a copiar a máquina el periódico”.
El escritor lideró un grupo de talentos que combinaba la vocación informativa de la estación con una vena musical inconfundible, que posicionó a un ejército de artistas nacionales que rozaron la leyenda, con el dúo Benítez y Valencia como ícono no solo de la radio sino de una época.
El radioteatro más caro
Así bautizó San Félix a La guerra de los mundos, radiada el sábado 12 de febrero de 1949 con la dirección de Páez. La obra, original del inglés H. G. Wells, contaba la invasión de marcianos al planeta Tierra en medio de una cruenta batalla, en la que los seres humanos perecían. Una novela apocalíptica que había aterrorizado a públicos de distintas ciudades estadounidenses en 1938, cuando se difundió a través de la gigante CBS bajo la dirección de Orson Welles, director de radio, teatro y cine, quien con el tiempo iba a convertirse en una suerte de artista global.

El guion en el caso ecuatoriano fue escrito por el chileno Eduardo Alcaraz, que utilizaba el pseudónimo de Alfredo Vergara Morales. Lo trajo listo en su maleta para adecuarlo al lugar y al contexto en que se iba a difundir con la supervisión de Páez. En la estación se ideó presentarlo como una suerte de hito para sorprender a las audiencias. Se preparó con esmero a través de un equipo de actores que a la vez afinaba los efectos de sonido, elaborados manualmente.
Pasadas las nueve de la noche, luego de la interpretación de un pasillo del dúo formado por Gonzalo Benítez y Luis Alberto Potolo Valencia, quienes inusualmente se presentaban en un escenario cuasi desierto, la radio anunció un boletín de última hora para relatar que naves espaciales, concretamente platillos voladores, habían aterrizado en el sector de Cotocollao en una marcha de destrucción, fuego y muerte que no encontraba resistencia humana. Veintiún minutos duró el programa hasta que se recibió la advertencia de la enorme convulsión que se generaba en la ingenua comarca.
“Esta obra fue concebida y transmitida con tal crudo realismo, a través de radio Quito, que se produjo una verdadera agitación popular en la ciudad que era tradicionalmente apacible y cordial”, recuerda San Félix.
Las turbas indignadas se dirigieron hacia el edificio de El Comercio para pedir cuentas a los responsables. Iracundas, provocaron el incendio del local, su destrucción y el fallecimiento de cinco personas, además de dos docenas de heridos. ¡Una tragedia!
Páez esperó hasta la madrugada para salir con el rostro manchado de grasa, con el overol que le había prestado un trabajador de la rotativa del periódico, en medio de ruinas humeantes, saltando por los techos de las viviendas aledañas. Huyó con paradero desconocido, temeroso del hambre de revancha de una audiencia enardecida, como pocas que había conocido el mundo hasta entonces.
El libro y la versión de Leonardo
“La noche de esa jornada transcurría en la ciudad de arboledas, de templos y conventos, entre las soberbias y centenarias residencias, los chalets y las quintas decentes, las viviendas de los barrios populares y apretados de las de los cholos y en las amargas casuchas de los cerros donde viven los indios”.

El anterior es un párrafo que corresponde a Los que siembran el viento que Páez publicó en 1982, en Venezuela, a través de la editorial Artes de Caracas. Es parte de su versión sobre la infausta noche de febrero del 49. Ahí perfila a la ciudad que se aterró con el radioteatro, a las condiciones de trabajo como creativo y parte de radio Quito y de El Comercio. Se trata de una fotografía de la época, cuando “estaba de moda Daniel Santos, que sonaba en estancos y cantinas para favorecer a esa runfla de chumados sin remedio”.
Del libro apenas se conoció en el Ecuador hasta que la escritora Gabriela Alemán se enteró de él a través de un tercero, el productor argentino Javier Arana, quien a su vez había obtenido una copia de un contacto en Venezuela. Alemán decidió publicarla en su editorial El Fakir.
A Ximena, una de las hijas del radialista, le sorprendió sobremanera el interés por el trabajo de su padre luego de tantos años. Desde Mérida, la ciudad venezolana en la que Páez y su familia se radicaron, dio el aval. Encontrar un ejemplar en Quito no es una tarea sencilla: los que quedan son escasos.
Alemán relató, una vez que lanzó la obra, que Arana le había dicho que no podía creer que aún no se hiciera una película o un documental sobre la emisión de La guerra de los mundos en Quito y que no se haya llevado a la gran pantalla la vida cinematográfica de su director.
El autoexilio y la condena social
El éxito volvió a acompañar al escritor con el tema “Reina y señora”, dedicado a la provincia de Imbabura, en la cual Páez supuestamente se escondió durante semanas de las masas quiteñas, pero fue efímero. Su destino inmediato nunca fue confirmado, ya que él pidió a su familia y a sus allegados que guardaran absoluta reserva.
Fue absuelto luego de que se presentó voluntariamente a un juzgado, por recomendación del entonces célebre abogado Juan Isaac Lovato. Admitió que la programación de La guerra de los mundos llegó a ser imprudente, que la decisión no fue solamente de él, sino de los directivos de la radio, que registró pérdidas por unos ocho millones de sucres y la mudanza del personal del diario El Comercio a un local provisional. La radio dejó de emitir por dos años.
Para Leonardo continuar con su trabajo se convirtió en una tarea compleja, dolorosa. Apenas pudo trabajar, según cuenta San Félix, en la radio La Voz de la Democracia de los años cincuenta, pero las puertas no estaban precisamente abiertas para que el talento creativo quiteño pudiera proseguir. Así que, sin pensarlo ni anunciarlo demasiado, decidió apostar por la migración hacia la próspera Venezuela, allá por el lejano 1953.
Páez y su familia terminaron en la andina ciudad de Mérida. Pasó a trabajar en la Universidad de los Andes, en actividades culturales, en la radio de la institución educativa. Volvió al país en distintas ocasiones, en alguna de las cuales se contactó con el investigador San Félix. En Venezuela, lejos de la ciudad de Quito que tanto retrató, de alguna manera, tenía que cerrar el círculo. Murió en 1991, a los 79 años.
A pesar del olvido y de los escasos intentos para que la memoria colectiva no dejara atrás al compositor y escritor quiteño caído en desgracia y expulsado de su tierra, su obra, sobre todo la musical, parece inextinguible. Cada vez que se canta y se baila “El santo del Quintana” o “Reina y señora”, Leonardo, en algún lugar, habrá de sonreír.
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